Sillón de lectura

En esta página, dejo los inicios de mis libros publicados junto con los enlaces donde pueden conseguirse. Espero que sean objeto de disfrute y sintáis la necesidad de seguir leyendo, lo mejor que puede ocurrirle a alguien que escribe. 

Primero colocaré la portada con el enlace y, a continuación, los inicios de los libros. Si preferís que un libro os lo mande dedicado, basta con ponerse en contacto conmigo (página Contacto).

Esta es una página para degustar sin prisas. 
¡Os deseo una buena y feliz lectura! 

© Copyright de todos los textos: Isabel Martínez Barquero
Todos los derechos reservados

Libro de microrrelatos
Publicado en Amazon en ediciones impresa y electrónica:

La persistencia del espejo

 Nada más salir a la calle se tropezó con él. Volvió a casa deprisa. No deseaba romperse a cada paso en un espejo.

La picadura de una avispa

Era la primera vez que salía de viaje con ella. Nuestro destino era París, una ciudad propicia para los enamorados. Estábamos en los inicios de la relación y todo era nuevo y sorprendente, como un día sin estrenar en un país extranjero. Me gustaba aquella mujer, me gustaba mucho.

Por desgracia, no la atendí como debía durante la primera mañana del viaje. Habíamos parado a repostar combustible y tomar un café cuando una avispa inoportuna se enganchó a su brazo que, cándido y desprevenido, sufrió la picadura que le propinó el insecto con saña. Cuando montamos en el coche, ella me dijo que sentía escalofríos y mareos al compás que su brazo se hinchaba como un flotador inflado por un aliento muy potente. Le quité importancia a su inquietud: el picotazo no tenía mayor trascendencia, pronto el brazo y ella misma volverían a la normalidad. Debíamos darnos prisa si queríamos dormir en Lyon para, al día siguiente, llegar a París.

A lo largo de la jornada se quejó varias veces, me hizo partícipe de su malestar continuo mientras me mostraba la hinchazón en aumento del brazo.

Cuando al caer la noche entramos en Lyon, decidí llevarla a un hospital por su aprensiva y cansada insistencia. Pero fue demasiado tarde: mientras aparcaba cerca de la puerta de urgencias, falleció entre convulsiones.

Desde aquel momento aciago, odio a las avispas.

Las doce palabras

Sonaron las doce campanadas y, con ellas, las doce palabras que llevaba ensayadas desde hacía doce meses:

—Te supuse amable, craso error. Hasta aquí ha llegado mi paciencia contigo.


Mi quinta novela.
Una distopía político-sanitaria que se desarrolla en los años 2049 y 2050.
¿Cómo podría llegar a ser el mundo dentro de 30 años? Aquí se aventura una hipótesis que ojalá que nunca se cumpla.
Publicada con Letrame Grupo Editorial en edición impresa (ver página Contacto para conseguirla).
Publicada en Amazon, en versión digital.
Enlace a la edición electrónica: https://www.amazon.es/epidemia-siglo-Isabel-Mart%C3%ADnez-Barquero-ebook/dp/B08192Z7D1/ref=asap_bc?ie=UTF8

I.1 

Va en el interior de un automóvil de cristales tintados. Es el momento de la huida, el intervalo donde Leopoldo Rubio piensa que nunca hubiera podido imaginar que acabaría convertido en un prófugo. Un fugitivo que huye en un vehículo pilotado por un hombre al que desconoce. Es mejor así: ni sabe quién es el varón que apenas le ha dirigido dos palabras, las estrictas de cortesía cuando montaba a bordo, ni el silencioso chófer adivinará que transporta a un magnate de la industria farmacéutica caído en desgracia. Las vendas repartidas por su rostro y las enormes gafas de sol oscuras le van a impedir al que conduce meterse en elucubraciones sobre su identidad.
Toda la cadena de acontecimientos que lo han llevado al estado actual comenzó con las vacunas antigripales. Su memoria se remonta al inicio, al momento del encargo, a la mañana en la que fue llamado al palacio de la Moncloa por el comisario para España de la Comunidad de los Estados Europeos.
Rememora aquella mañana con minuciosidad. Su recuerdo es muy vivo, como si hubiera ocurrido tan solo unas horas antes. Evoca todos los detalles, todos los matices de aquella mañana en la que se inició la pesadilla en la que ahora se halla inmerso. Se ve a sí mismo apresurado, con una torpeza casi rayana en la comicidad, como si estuviera dentro de una de esas películas antiguas de principios del siglo XX donde los personajes se aceleran de forma ridícula en movimientos muy rápidos y cortantes, casi convulsos, en nada similares a los comunes de la vida cotidiana. Lleva prisa, mucha prisa: no todos los días alguien es llamado para entrevistarse con el comisario para España de la Comunidad de los Estados Europeos. Se siente importante. Piensa que su labor al frente de los laboratorios por fin se va a ver recompensada. Aunque no sabe para lo que ha sido reclamado desde tan altas instancias, intuye que puede ser para recibir la noticia de una más que merecida condecoración o para una consulta a efectos de ocupar un alto cargo relacionado con la sanidad europea. O, tal vez, cabe la posibilidad de cumplir un viejo sueño que arrastra desde que era joven: el de extender sus productos más allá de Europa. No le extraña que su talento sea reconocido. Han sido muchos años de lucha coronada por el éxito, los suficientes para tener un nombre bien cincelado en las conciencias de los que rigen los destinos del mundo. Sea para lo que sea, pronto resolverá el enigma y se le aplacarán los nervios que lo acosan por dentro como un batallón de serpentinas eléctricas. 
En cualquier caso, es consciente de que es un privilegiado. Y de los privilegios debe sacarse tajada, lo cual reflejará con satisfacción en el balance de beneficios de los laboratorios. Porque, como ha pensado siempre, están muy bien los honores, pero si no van acompañados de una mayor riqueza los cede con gusto a los tipos que solo viven de su propia vanidad inflada, sin una moneda propia que les sostenga el orgullo ni un patrimonio que los cobije al margen de las minúsculas viviendas sociales. A fin de cuentas, él no es nuevo en la vida y bien sabe que poder y fortuna se dan la mano, aunque dentro de las coordenadas permitidas por los poderosos del planeta.
            En la amplia entrada del piso, se mira de soslayo en el gran espejo que su mujer colocó años atrás, quizá con la intención de ofrecer un instrumento para la coquetería de última hora o quizá, simplemente, para confirmar la correcta imagen de los habitantes de la casa cuando van a salir de ella. Dori siempre ha sido una presumida y pretende que lo sean todos los que viven a su alrededor, aunque ese «alrededor» esté circunscrito solo a él. No tienen hijos por los que velar. Los espermatozoides de Leopoldo Rubio son estériles y Dori no quiso acudir a un banco de esperma para fecundar sus óvulos. Rechazó tanto llevar en su vientre una semilla fertilizada por un extraño como la concepción de uno de sus óvulos en un útero artificial, un método aséptico, cómodo y con muy buena acogida entre las mujeres. «Si no contiene la información genética de ambos, me niego a que se críe en esta casa alguien con genes de un desconocido», le dijo a Leopoldo de forma contundente. Por más que lo intentó durante unos años, no pudo convencerla de que a él le bastaba con que la mitad del genoma de la criatura procediera de ella. «Se quiere a un niño por criarlo y educarlo, no por haberlo engendrado. Además, nos conviene un heredero para nuestro patrimonio», solía argumentarle para persuadirla, deseoso de nueva savia, tanto en la casa como en los laboratorios. Se imaginaba a sí mismo en la ingente tarea de la paternidad y la ilusión se le disparaba como si fuera un muchacho con miles de sueños por cumplir. Pero Dori siempre fue testaruda y se opuso. «Cuando llegue el momento de preocuparse por herencias, siempre tendremos sobrinos a los que alegrarles el futuro», le argumentaba con gracia. Y Leopoldo se conformó con el dictamen de su mujer, aun sabiendo que esos sobrinos lo eran solo por parte de ella, pues él nunca tuvo hermanos, una carencia que le pesaba en el interior y que se guardaba de verbalizar ante cualquiera.
            Se sacude con las manos unas imaginarias motas de polvo que puedan deslucir el traje oscuro. También él se ha vuelto algo coqueto con los años. Satisfecho con la imagen noble y despejada que se refleja en la luna bruñida, silba un viejo tema del siglo XX, una de esas canciones que se resiste a abandonar la parte mecánica de su psique. C’est lui pour moi, / moi pour lui dans la vie. Se repeina con los dedos y sale, ufano. Je vois la vie en rose.
            Dentro del ascensor, siente que está anticuado: tararea viejas canciones que le escuchaba a su madre cuando era un niño; viste y peina a la antigua usanza, incluso usa corbata, una prenda que ya es una pieza de museo; sus modales son demasiado ceremoniosos para la sociedad informal de mediados del siglo XXI y, en general, se halla al margen de las modernas modas que favorecen un estilo descuidado, con materiales naturales como el algodón o el lino, que él detesta por su tendencia a arrugarse, o con zapatillas de deporte en todos los colores posibles. Le parece de mal gusto, e incluso un atentado contra la estética, que hasta los hombres públicos adopten estas modas en aras de la comodidad, pero es el tiempo que le toca vivir. Corre el año 2049 y el escenario del mundo es muy distinto al existente cuando él nació. Todo ha cambiado a una velocidad de vértigo. Los países que aprendió en el colegio ya son un mero recuerdo que recogen los libros de historia, unas entidades sin sustantividad jurídica ni organización soberana propia, meros departamentos administrativos de instituciones supranacionales que solo persisten por costumbres y tradiciones comunes. 
El mapa del mundo es otro, como otras son las líneas de la política mundial, aunque el interior y las aspiraciones profundas de las personas sigan siendo las mismas. Ahora, los gobiernos existentes en el planeta Tierra son pocos, apenas siete: la Federación de Naciones Africanas, los Estados Unidos de América, la Federación de Estados de América del Sur y Centroamérica, los Estados Federados de Asia, la Comunidad de los Estados Europeos, la Liga de Regiones de Oceanía y la Unión de Colonias de la Antártida. Las antiguas democracias, de las que los occidentales se sentían tan orgullosos años atrás, ya no existen, no tienen sentido: los ciudadanos dejaron de acudir a las urnas por la corrupción creciente de la clase política, se desentendieron de los asuntos públicos, cansados de que se burlaran de ellos en una pantomima costosa que solo se acordaba de sus votos cada cierto tiempo para olvidarlos nada más ser obtenidos. Cuando la abstención alcanzó al noventa y ocho por ciento de la población, los poderosos, los eminentes intocables, los más acaudalados del planeta, decidieron actuar, poner orden en un mundo a la deriva. Y lo hicieron abarcando territorios secularmente pobres y sin presencia en la formación de decisiones a nivel planetario. Desde entonces, los gobernantes de las siete grandes federaciones mundiales son nombrados a dedo por las grandes fortunas de la Tierra sin que nadie proteste. Las coordenadas de la política son uniformes para todo el orbe, dictadas por los pocos que rigen los destinos de la humanidad. 
La satisfacción generalizada impera. Las revoluciones son hechos del pasado que no tienen cabida en la sociedad uniforme de mediados del siglo XXI. Todos están contentos con su suerte, ya que gozan de lo imprescindible para vivir, sin que se den las bolsas de pobreza de momentos históricos teóricamente más boyantes. Los intocables entendieron que más valía que los recursos se distribuyeran de manera equitativa entre toda la población mundial a que el descontento generara simientes alborotadoras. Si atendían las necesidades primarias de todos los seres humanos, el mundo sería más controlable y se frenaría la alarmante inmigración hacia zonas desarrolladas. Las familias pudientes continuaron siéndolo con el beneplácito de los de arriba e, incluso, con la posibilidad de incrementar en algunos millones la fortuna ya amasada, pues no era cuestión de impedir los deseos de mejoría de las mentes más emprendedoras, sin duda grandes aliadas de los poderosos para el mantenimiento de las condiciones queridas por ellos. 
Los individuos pronto se volvieron conformistas al tener cubiertas sus necesidades básicas de comida, vestido, techo donde guarecerse y servicios esenciales, como energía por gas, solar o eléctrica, agua, educación o asistencia sanitaria. Desde el 1 de enero de 2033 se lleva centralizado el número de los habitantes del planeta. Los nacidos antes de la indicada fecha tuvieron un año para acudir a las correspondientes oficinas a efectos de ser censados y de que se les introdujera el denominado microchip personal donde consta el respectivo número de identificación individual. A los nacidos a partir de la misma se les infiltra el microchip con su número de identificación nada más llegar al mundo. De este modo, a cada persona se le concede un número distinto por potentes ordenadores y dicho número lo acompaña durante toda su vida, insertado en el microchip personal. Dicho microchip es un auténtico prodigio de ingeniería informática; se aloja en el cuerpo humano a través de una inyección subcutánea en la parte interior del antebrazo derecho. Superados los iniciales problemas que a principios de siglo generaron los microchips implantados en seres humanos, sobre todo los de salud, dada la tendencia a desarrollar alergias variadas o cáncer por los portadores de los mismos, en la actualidad es el método de identificación personal por antonomasia. Los actuales microchips están elaborados con materiales compatibles con el interior del organismo humano. Son imprescindibles para la vida en condiciones dignas.  Cualquier actividad prestadora de servicios, incluidos los sanitarios o asistenciales, requiere la previa lectura del microchip individual. También las operaciones de pago en cualquier comercio y las gestiones bancarias se realizan del mismo modo, por lo que desaparecieron hace mucho las antiguas tarjetas de crédito y débito. El dinero apenas se usa, siendo una mera abstracción de seguridad, sobre todo para aquellos que confían la misma en su cuantía. Se acuñó, incluso, una moneda única para todos los rincones del orbe con el deseo de facilitar las transacciones comerciales y el libre tránsito de individuos de unos territorios a otros, además de conseguir con esta medida, tan del gusto de todos los pobladores del mundo, eliminar las pérdidas de valor por los cambios de divisas. Cualquiera puede moverse por cualquier punto del planeta sin necesidad de preocuparse del cambio de moneda.
A través del denominado número de identificación personal insertado en el microchip, el individuo lleva siempre en su propia persona su filiación, su historia sanitaria y demás extremos de interés, como es la cuenta de la asignación de recursos desde que nació o, si su nacimiento fue antes del 1 de enero de 2034, desde esa fecha. Pero, además, el indicado número tiene claras ventajas identificadoras y controladoras, ya que, desde la red de ordenadores conectados, se puede consultar en cualquier parte del mundo quién es una persona concreta. El número de identificación personal es enlazado con los números de identificación de los progenitores, de manera que, mientras que el humano no alcanza la mayoría de edad, fijada en los dieciocho años en todo el mundo, son sus padres quienes reciben lo necesario para su subsistencia. La educación del niño o del joven, así como su asistencia sanitaria, es dispensada de forma gratuita por los servicios públicos en atención a su número identificativo. 
El hecho de llevar un microchip permanente implica, en contrapartida, la localización continua de una persona. En todo momento se sabe dónde se halla un individuo, lo que no es del agrado de muchos, ya que argumentan que va en contra de la libertad individual. Pero los centros de poder siempre han defendido esta prestación del microchip humano, ya que con ella se ha ganado tranquilidad en todo el mundo. Difunden que supone un gran avance que les permite apresar a aquellas personas que van en contra del sistema, bien sea por sus tendencias revolucionarias, por sus habilidades cleptómanas e, incluso, por sus instintos terroristas. Nadie escapa de la autoridad de los poderes públicos, lo que se traduce en un aumento asombroso de la seguridad jurídica en todo el planeta. Lo que no pregonan los poderosos y todo el mundo sabe es que se puede manipular el microchip personal por expertos para que quede neutralizada la función de ubicación del individuo. Son muy pocos los que hacen bien dicho trabajo, pues se han de tener sofisticados conocimientos médicos e informáticos, y suele costar una auténtica fortuna utilizar sus servicios, impagable por la mayoría. Una chapuza cuando se maniobra con el microchip personal puede derivar en efectos indeseables, como lo es el borrado de la historia sanitaria del sujeto en cuestión o de sus cuentas bancarias, o el más terrible de la desaparición del Banco Mundial de Datos Personales, con la consiguiente pérdida del derecho a exigir las prestaciones básicas. De ahí que sean muy pocos los que se animen a una operación de este tipo.
En el mundo que habita Leopoldo Rubio todo está controlado para que a nadie le falte de nada. Si algunos deciden obtener mayores niveles educativos o sanitarios, han de costeárselos por su cuenta y riesgo, aunque son minoría los que aspiran a más. El número de identificación personal insertado en el microchip da derecho a todas las prestaciones básicas, de manera que no se pasa ninguna privación. Dicho número, para ser efectivo en todo ser humano mayor de edad, se conecta con la obligación de hacerse, cada cinco años, un par de fotografías que quedan integradas en su banco de datos.
En esta sociedad igualitaria, donde el trabajo ya no es preciso para poder vivir de manera digna, nadie se enriquece de forma inmoral, pero tampoco nadie padece privaciones indecentes. Los seres humanos de mediados del siglo XXI son conformistas, saben que siempre habrá alguien por encima de ellos, que no se pueden suprimir las ansias de poder de los opulentos, y prefieren a unos cuantos políticos pusilánimes, meros monigotes manejados por las grandes fortunas de la Tierra, perfectamente identificados y controlados por estas, que no al batallón de políticos y funcionarios de épocas pasadas, donde las administraciones públicas habían proliferado como setas en un bosque húmedo diezmando los bolsillos de los ciudadanos con subidas de impuestos exorbitantes, rayanas en la confiscación.
Ahora se ha llegado a poder vivir sin trabajar, no hay trabajo para todos. Las tareas repetitivas, las mecánicas, las de recuento y similares son llevadas a cabo por sofisticados robots y ordenadores muy precisos. 
Este es el mundo donde vive Leopoldo Rubio.


Mi tercer libro de relatos
Gira en torno al paso del tiempo en las mujeres
Publicado por Tres Fronteras Ediciones
También puedes obtenerlo en edición electrónica:
https://www.amazon.es/Mujeres-otoño-Isabel-Mart%C3%ADnez-Barquero-ebook/dp/B07CSJMRXP/ref=asap_bc?ie=UTF8


La señorita Clara
La señorita Clara corta con un hondo suspiro las lágrimas que le han enrojecido los ojos y le han dejado levantada la piel de las mejillas. Lleva tres horas con un llanto incesante, tres horas entregada al desconsuelo causado por la falta de unos de los seres más bellos que ha conocido en su vida, tres horas de desesperación, tres horas de tragedia sin lenitivos, tres horas de congoja para que su mente se haga a la noticia, a la triste noticia del fallecimiento de unos de los cantantes más dulces del mundo de la música. 
Recoge con ademanes cansados los libros que han quedado esparcidos sobre la mesa antes de recibir la comunicación de la muerte de Claude, los coloca en los lugares correspondientes de las estanterías y, como una viuda que se prepara para velar el cadáver del esposo difunto, se dispone para escuchar las canciones de Claude, su viejo amor, el que treinta años atrás la cautivó durante tres infinitas noches de sexo y cuatro días magníficos de complicidades y paseos románticos por las calles de la ciudad que nunca volvió a ser la misma tras su partida. 
Todo comienza de nuevo en su recuerdo, el lugar intangible que le permite guarecerse en las vivencias de la historia que la reconfortan. Revive su antiguo amor con Claude al compás que la voz melosa de él se esparce por la estancia en penumbra. Mientras domina algunas lágrimas rebeldes y evita que se desborden en una catarata que la suma otra vez en una aflicción inútil, se ve en aquellos tiempos pasados, cuando ella era aún joven y brava, cuando se enamoró de Claude hasta el tuétano. 
Se observa a sí misma con claridad. Se ha llevado un gran disgusto. Su novio de entonces, Martín, la ha burlado una vez más: se ha ido de viaje sin anunciárselo. Cuando se entera por teléfono de su marcha imprevista, le pregunta en qué hotel se halla, por el simple gusto de saberlo, le dice, aunque sus intenciones son más arteras. Con los datos obtenidos del confiado Martín, se pone en contacto inmediato con un detective privado de la ciudad donde se halla el joven que empieza a cansarla con sus devaneos continuos y con sus misterios de baja estofa. Está harta de la propensión al engaño del muchacho hermoso con el que ha establecido relaciones. Quiere que el detective siga a Martín y consiga pruebas, las justificaciones obvias de su conducta disoluta, las evidencias inapelables para que su alma de mujer sensible quede satisfecha y jamás pueda suponer que fue movida por el capricho y no por la realidad contrastada. 
El detective se pone en funcionamiento. Al cabo de pocas horas, le cuenta las andanzas pretendidamente laborales de Martín, esas que ella sospecha como toscas correrías de entrepierna. Porque las intuiciones de la señorita Clara son ciertas según se desprende de los informes que el investigador privado le suministra: el sujeto vigilado apenas ha salido del hotel unos minutos durante su estancia, los necesarios para aprovisionarse de alcohol en cantidades ingentes. El sabueso lo ha seguido hasta la misma puerta de la habitación y se ha quedado por el pasillo, a la espera de alguna visita o de algún otro indicio que le dilucide con quien piensa compartir el mozalbete el arsenal de botellas subidas. No ha tenido que esperar mucho rato el detective, pues en quince minutos llama a la puerta de la habitación de Martín una hermosa joven de cabellos rubios y piernas tan largas que da vértigo recorrerlas con los ojos. Al investigador no le queda duda alguna sobre la naturaleza de las relaciones del investigado con la rubia cuando escucha los arrullos amorosos mezclados con las melodías del hilo musical. Sonríe satisfecho y se larga del hotel con la sensación del deber cumplido. Un lío de faldas, como tantos otros para los que se requieren sus servicios.
            Cuando el detective ha informado a la señorita Clara por teléfono de las acuciantes ocupaciones profesionales de su novio Martín, aquella demuestra su exquisita cuna sin inmutarse lo más mínimo, sin que un quiebro de su voz delate el vendaval celoso que se ha levantado en su fuero interno. Martín ha traspasado con creces la línea de cualquier comportamiento permitido. Tras varias escapadas del mismo estilo en los últimos meses, la señorita Clara no está por la labor de seguir entreteniendo amores con un rufián de calenturas infieles y palabras engañosas, así que resuelve romper con él en ese mismo momento, al margen de la aquiescencia del implicado.
            Contenta con su decisión y apaciguada en su dignidad ofendida, la señorita Clara no se explica cómo su cuerpo sigue comportándose como si estuviera metido en medio de una jaula poblada de alacranes. Dispuesto el corte con el infiel Martín, es para que la tranquilidad de ánimo hubiera regresado a su espíritu, pero no hay manera de conseguirla, no obstante las muy buenas palabras que se dice a sí misma y las recomendaciones de diversión con las que se hostiga, como si el jolgorio fuera la varita mágica que le va a disipar todas las penas producidas por el traidor. No cesan sus agitaciones caóticas, sus hipidos nerviosos, sus furias desatadas. Continúa un buen rato como si estuviera siendo filmada por una mala cámara que acelerara hasta el histrionismo todos y cada uno de sus movimientos. Como una muñeca antigua y trágica, se ve a sí misma en blanco y negro, ridícula e inquieta hasta la extenuación, presa en una película insufrible.
            Harta de no hallar quietud en ninguno de los entretenimientos espirituales que suelen acaparar su atención, decide acicalarse a conciencia. Saldrá de caza. Sí, se tirará a la calle para echarse en los brazos de cualquier muchacho que encuentre en su camino. Solo de este modo considerará que Martín y ella están empatados. Porque el torbellino colérico que se ha desatado en su interior por haber sido burlada no la deja tranquila un segundo. Es como si unos dientes se le clavaran con saña, como si un cuchillo se complaciera en hurgarle por los rincones más recónditos de su ser. Tiene bien claro que su alma le exige sangre, venganza, una máxima traición que la ponga a la misma altura de Martín. No podrá descansar hasta que le pague al ingrato con la misma moneda.
            Con una coquetería calmosa que hace tiempo que no la visita, se da un baño, se embadurna de hidratante corporal, se viste, se maquilla y se perfuma como si fuera a visitarla un marajá de la India. Se mira en el espejo satisfecha del resultado obtenido. La hora y media que ha invertido en componer la imagen deseada ha merecido la pena: la luna le devuelve a una mujer joven absolutamente irresistible. De blanco vaporoso, con las oportunas transparencias y ceñidos donde conviene, su bronceado playero destaca con sensualidad, lo mismo que su pelo oscuro y brillante. Sus ojos despiden chispas de seducción y su boca jugosa, realzada por el carmín rosáceo, hace la mueca de darse a sí misma un beso. Por muy maricones o flojos que sean los hombres de su ambiente artístico, alguno habrá que no se resista a sus encantos realzados.


Mi cuarta novela
Novela corta metaliteraria
Publicada en Amazon
Edición impresa y electrónica:

1

El alba aún no ha quebrado la negrura impenetrable de los cristales con su blancor lechoso, fantasmal. El silencio se impone como un manto oscuro que alberga los sueños de los hombres. Y yo ando por aquí en pijama, escribiendo frases sin sentido, insulsas, impregnadas de una cursilería evidente, como las dos con las que he iniciado esta hoja, una nueva hoja de un archivo aún sin nombre; pero que arranca con visos de diario, como si a estas alturas de mi vida me fuera a venir el capricho de escribir sobre mí mismo.
Las mismas tonterías de siempre, las que me entrega el insomnio cotidiano. Hasta tengo la desfachatez de imaginarme que llegarán a algún lado estas primeras frases o que yo llegaré con ellas a una fama que no sé si me apetece, porque me da cierto miedo lo que no conozco, no vaya a ser que no sea tan idílico el renombre como lo pintan.
Me encojo de hombros y me sonrío. Como de costumbre, las palabras se enredan y me enredan, porque tengo muy claro que aspiro a la notoriedad pública. ¿Qué escritor no quiere ser reconocido por sus congéneres? Si uno no es leído por sus contemporáneos, se consuela con el pensamiento de que la posteridad le otorgará los laureles que se le niegan en vida. Existen muchas maneras de engañarse para encontrarle un sentido al hecho de escribir sin destinatarios inmediatos, sin los espejos precisos que alienten la labor solitaria, callada y colmada de paciencia; sin duda, una labor propia de espíritus desquiciados, como el mío.
Sacudo la cabeza con humor: está claro que aún no he perdido al adolescente lleno de quimeras que un día fui, al niñato imaginativo peleado con el mundo que se reconcilia con él por la vía de la escritura. En ocasiones, como ocurre en estos momentos, disimulo mi poquedad e imagino que los párrafos que surgen en la soledad prolífica de la madrugada son buenos y están llamados a ser leídos por los lectores más sensibles, por los más exquisitos, por los más cultos. Aunque sea mentira, es bueno creer que en un momento dado la crisálida se convertirá en mariposa, que la suerte cambiará, que las circunstancias me mimarán tal y como hacen con otros. ¿Por qué no me va a tocar alguna vez la lotería en la ruleta de la existencia?
La ilusión no debe perderse jamás para no extraviarse uno en los laberintos de la desgana. Sin ilusión soy el mismo, solo que más triste, con un peso en el fondo de mi persona que no resisto, que me abruma. Más vale que la mantenga para que mis días no pierdan el brillo magnético de lo posible, de lo alcanzable, de la probabilidad a mi alcance, esa que me inculcaron desde niño, cuando me decían que la perseverancia aplicada a un fin consigue el milagro de lo deseado. Lo escribo y me sonrío. Quizá he llegado a un punto donde descreo, donde se tambalean las verdades que edificaron mis valores, donde no existe asidero posible y solo cabe ir dando tumbos por las páginas que intentan salvarme de mi miseria.
Estúpido y utópico, me aplico en la tarea de sacrificar el sueño físico en pos de algunos párrafos que sacien mi sed de belleza, ¿o es de eternidad? A saber lo que se oculta en la pulsión irrefrenable de atender esta fiebre por encima de las necesidades del cuerpo y de los afectos del espíritu.
En la soledad de mi despacho mínimo, escribo día tras día durante la franja temporal incierta de la noche, durante unas horas donde la inmensa mayoría de los humanos pasea por los territorios ignotos de los sueños. Lo hago con un alto grado de concentración, ajeno al horario del otro habitante de la casa: mi mujer, Mila. Son mis mejores horas, aquellas donde encuentro mi máxima inspiración y rendimiento. Desatiendo las recomendaciones continuas de Mila, que me pide que duerma más, que descanse. Aunque me entiende en esta calentura no elegida que se me impone al margen de mi voluntad, como un destino inamovible de los antiguos griegos, a ella no le agrada que sacrifique mi descanso noche tras noche. Piensa que mi cerebro va a enfermar de utopías, que se va a perjudicar con tantas ilusiones edificadas en el aire sin un protector que las sustente, sin un padrino que me defienda en los lugares adecuados para hacerse visibles, sin una mano que me ampare en un camino jalonado por vanidades y orgullos desmedidos.
Mila comprende que la escritura es una especie de sacerdocio entregado y absorbente, una tarea que exige más líneas cuantas más se llevan escritas, una ocupación propia de Sísifos esperanzados, como si la inmensa piedra no fuera a caer de nuevo, como si no se fuera a desbaratar el esfuerzo de titanes de unos seres que se cumplen en el encadenamiento de palabras, en la plasmación por escrito de todo lo que pasa por sus cabezas. Entiende el hambre voraz, nunca saciada, que se ha abierto en el interior de mi ser, quizá en el sitio que muchos llaman alma con grandilocuencia trascendente. No obstante su comprensión, para mi mujer no debo persistir en el hábito de levantarme de madrugada a efectos de rellenar unas cuantas hojas cuyo destino es incierto, porque nunca se sabe si lo escrito en la excitación de la noche permanecerá invariable con las luces del día.
Así de inseguro es mi proceder, así de inútil es mi labor diaria. Nunca me siento satisfecho. Nunca respiro con alivio tras la conclusión de una obra. Hay que repasar una y mil veces, hay que corregir hasta el aturdimiento, hasta un punto donde ya no queda claro qué versión es la mejor, la más depurada, la más redonda de todas. Porque son muchos los prismas, los enfoques, los matices, las realidades que surgen, poliédricas, en la labor nunca acabada y siempre apasionante.
Si la inseguridad se presenta cuando he escrito, me tiembla el pulso de imaginar lo que ocurre cuando no lo he hecho, cuando las horas últimas de la madrugada o primeras del amanecer se han destinado a intentar plasmar alguna frase decente que no se concluye en un párrafo digno de guardarse. Es frustrante perseguir una idea escapada de un modo definitivo por las rendijas invisibles de un aire turbio, el aire que me envuelve cuando los dedos no corren por el teclado movidos por la pasión que me consume.
Porque ocurre muchas veces, demasiadas para mi estima menguada, que pierdo el sueño y no obtengo el alivio de unas cuantas palabras engarzadas con armonía, esas que me justifiquen las pocas horas de sueño y que me hagan creer que camino hacia algún lugar donde nadie antes estuvo de la manera en la que yo lo estoy. No me engaño y sé que es estúpido a estas alturas de la historia de la humanidad pretender hablar de algo sobre lo que no se haya hablado previamente. Todo tema es manido. Todo está ya dicho desde hace innumerables siglos. Demoledor, pero cierto. Todo ha sido exprimido por la mente escrutadora del hombre, aunque no se haya extraído ninguna conclusión que sacie la sed continua del alma humana y el empecinamiento en hallar respuestas donde solo se elevan preguntas, preguntas y más preguntas centuria tras centuria, generación tras generación. Al fin y al cabo, son las preguntas lo que más me interesa, las preguntas adecuadas para que las reflexiones circulen por los carriles convenientes. Sí, huyo de las respuestas, de las frases de los feriantes de ilusiones, de los aforismos que embriagan con la entelequia de lo estático, de lo inamovible, como si el espíritu humano no tuviera tendencia a dar brincos inesperados, piruetas indóciles que lo desenredan de los cordeles que pretenden maniatarlo.
No cabe el asombro ante un tema a estas alturas de la historia del ser humano, aunque tal vez sí sea posible ante su modo de tratarlo, lo mismo que ante las preguntas que se formulan, esas que nos ayudan en el camino del avance. Pero hay que olvidarse de ser pionero en algo. Todos los territorios del saber, del sentimiento, de la emoción, fueron colonizados hace mucho. Me fastidia asentir ante estos axiomas, renunciar a la utopía de suponer nuevos caminos inexplorados. En algún sitio recóndito de mi persona, guardo la ingenuidad de ser novedoso. Como si eso aún fuera posible, como si cupiera semejante milagro. Será mejor ser realista y no pretender lo que nunca se va a dar. Ya lo vio muy claro Jean de La Bruyère hace bastantes años cuando indicaba: «Todo está dicho ya, y hemos llegado demasiado tarde, al cabo de más de siete mil años que el hombre existe y piensa».
No debo olvidar nunca, como expone Enrique Vila-Matas, que «escribimos siempre después de otros». Quizá es mejor así y el propio Vila-Matas lo sienta con su ironía, tan de mi gusto, cuando bromea al decir: «en realidad tener que transmitir algo a la posteridad es un problema, un grandísimo problema y un coñazo».
Me corresponde asumir mi elección, mi soledad, mi fiebre. Ya lo expuso Margaret Atwood: «Lo más probable es que necesites un diccionario, una gramática y tener los pies en la tierra. ¿Qué quiero decir con esto último? Que aquí nadie regala nada. Escribir es un trabajo. También es apostar. No viene con un plan de pensiones. Habrá ciertas personas que puedan echarte una mano, pero en esencia te las tendrás que apañar solo. Nadie te obliga a escribir. Si escribes es porque has elegido hacerlo, así que no te quejes».



Mi tercera novela
Novela de intriga psicológica
Publicada con MundoPalabras en edición impresa, ver página Contacto para conseguirla.


Sábado, primer día

1
Recuerdo que el cambio en mi persona se inició a los pocos meses de mi regreso a Murcia, cuando se instaló en mi espíritu la sospecha de un asesinato. Antes de forjarme semejante recelo que me llevó a salir de los escuetos límites de mi propio y aburrido interior, ya preparaba el abandono de los pilares que me sostenían en un desequilibrio constante. El tránsito hacia la nueva Celia se había puesto en marcha, sin que yo misma fuera demasiado consciente. Su origen lo encuentro en la noche en que llegó a mis manos el diario de los últimos días de Carmen Vidal, un cuaderno que cambió mi vida para bien. Fue durante una fiesta de finales de la primavera pasada, una de esas veladas pegajosas por las que siente una especial estima mi amigo Álvaro. El aire anticipaba los rigores del estío próximo y los contertulios, ahítos de comida y de bebida, languidecían en conversaciones pretendidamente interesantes. Me hallaba aturdida por la densidad untuosa del ambiente, sin duda planchada y mustia a los ojos de cualquiera que me observara; pero mi actividad interna era fértil, azuzada por un espíritu crítico que me aguijoneaba en los últimos meses y me impedía el disfrute de quienes hasta entonces había considerado mis iguales. Atravesaba una de esas turbias épocas en las que los demás cargan, hagan lo que hagan y se expresen como se expresen, uno de esos períodos huraños en que cuesta hasta aguantarse uno mismo y la propia psique es un campo de batalla incesante. Cada vez detesto más esas etapas estúpidas y desesperanzadas, esos pozos infecundos que solamente sirven para verle la cara al desasosiego más devastador; pero el ser humano no elige en la mayoría de las ocasiones los estados de su ánimo, sino que los decreta el entorno en combinación con una química corporal que escapa del control de la mente.
Me levanté de mi asiento y pasé a la casa de Álvaro. En su interior barroco y colorista, los muros exhalaban calenturas retenidas y el bochorno reinante superaba con creces al del jardín. Camino del baño, me detuve en el agradable rincón de lectura de mi amigo. Sobre la mesa camilla, asomaba entre los libros un tomo de pastas nacaradas. La rareza infantil del libro estimuló mi curiosidad y, con una parsimonia atenta a su disposición de origen, lo saqué y lo coloqué encima de todos los volúmenes. Sin atreverme a desplegarlo, paseé mi vista indecisa por sus contornos. Ninguna letra en su exterior daba indicios sobre su posible contenido. Acaricié su textura externa con avidez, muy grata en su lisura fría. No terminaba de decidirme sobre la conveniencia de bucear entre sus páginas, y esta duda me mantenía en vilo y expectante. Algo similar a la vergüenza me detenía y me impedía internarme en el paisaje de sus hojas. Su tacto me recordaba al de los misales de los niños, los cándidos breviarios que se les suministran para que no les falte ningún detalle cuando van a hacer su primera comunión. Solo se diferenciaba de ellos en la falta de un mecanismo dorado de cierre y en el tamaño del volumen, mayor que el de una cuartilla y menor que el de un folio moderno, sin llegar a ser una holandesa, un formato de hoja infrecuente sin ninguna duda.
Resolví mi curiosidad indiscreta conforme a los criterios de la prudencia que no olfatea en los guisos ajenos, aunque también contribuyeron mis ganas irrefrenables de orinar. Pero la batalla no fue ganada de un modo definitivo por la buena educación, ya que, cuando salí del baño, me paré otra vez junto a la mesa camilla. Volví a sacar el tomo nacarado de entre los libros que lo escondían y lo acaricié. La aparente ingenuidad de aquel volumen me atraía de un modo misterioso. Quería abrirlo, desvelar su secreto, pero una extraña alerta interna me lo impedía. Siempre hojeo los autores y los títulos de los libros que leen mis amigos. Es una costumbre tenaz que me acompaña desde los tiempos de mi juventud. Sin complejos ni vergüenzas, paseo mi vista por toda superficie de papel encuadernada y la columpio en los cantos evocadores de las hileras que pueblan las estanterías; incluso, cojo algún que otro ejemplar y le echo un vistazo sin ningún escrúpulo; pero aquel tomo lechoso me había paralizado sin saber muy bien el motivo de semejante fascinación atónita. Para ser exacta, el volumen me tenía hipnotizada, inmóvil y asida a su tacto liso y frío. No se parecía a ningún ejemplar de los que solemos poseer, aunque no era un libro de pretendida soberbia en su aspecto externo, ni aparentaba el orgullo de un incunable ni la grandeza de ninguna otra obra de especial valor. Pensé que quizá se trataba de un simple cuaderno, de un lugar destinado a recoger anotaciones o pensamientos de altura, porque nadie se aprovisionaría de un objeto tan precioso y tan presumiblemente caro si no fuera para llenarlo de nobles frases, escritas con letra esmerada al dictado de excelsos raciocinios o de aladas sensaciones. Podía contener el diario de Álvaro. A mi amigo le pegaba escribir sobre su vida en un objeto de ese tipo, excéntrico como él mismo lo es. Aunque también cabía la posibilidad de que escondiera un álbum de fotografías o un conjunto de recuerdos. Una simple y rápida indiscreción por mi parte desvelaría su contenido. Bastaba con que levantara la tapa y que las hojas del interior revelaran el enigma.
—¿Es muy hermoso, verdad? —Me sorprendió mi amigo Álvaro cuando ya me disponía a violar la incógnita del volumen.
—Sí, es bellísimo —musité sobresaltada desde los reinos de la vergüenza, con ansias de que el piso se abriera y el subsuelo engullera mi persona.
—Como objeto, es muy especial. Las pastas son de nácar auténtico. Pero no creo que te interese su contenido.
—¿Tú crees? —titubeé en una tímida actitud retadora.
—Estoy casi convencido. No se enmarca en tu línea de lecturas.
—¿De qué va? —pregunté ya más decidida y dispuesta a saber la materia sobre la que versaba el contenido de aquel tomo lechoso.
—De la vida, de la puñetera vida, de una vida de alguien que la ha perdido. Precisamente, de la vida de la mujer que fue tu antecesora en el instituto.
—¿La de Carmen Vidal? —me interesé con viveza, como siempre que se aludía a esta mujer, para mí entonces rodeada de un gran misterio—. ¿Su biografía? ¿Su diario? ¿Notas sueltas? ¿Apuntes para clase?
—Es inclasificable, Celia. No responde a una índole unitaria. —Y Álvaro me contó que aquel tomo contenía pensamientos, sensaciones, perspectivas oníricas, ideas en gestación, intuiciones, algún que otro poema, alguna incursión en el género epistolar y atisbos de relatos—. Y seguro que esconde algo más que me dejo en el tintero. Es tanto y tan variado su contenido que no llego a encajarlo en género alguno, pues participa de muchos. Tal vez algún erudito lo clasificaría como un diario de índole intelectual. Aunque no te engaño: apenas si contiene escritos de valor literario y no pasaría ningún listón exigente —apuntó con entonación disuasoria ante mis innegables gestos de interés—. Además, lo que tengo claro tras su lectura es que nadie debe sacar a la luz lo que otro oculta.
—¿Oculta? Entonces, ¿por qué lo tienes tú? —le pregunté con timidez, pero con determinación.
—Su marido… Bueno, su viudo me lo ha prestado durante un tiempo. Desea que le manifieste mi juicio sobre su contenido.
—¿Y qué opinión te merece?
—Me la reservo por ahora. Pero como te he apuntado antes, literariamente hablando vale poco, eso sí lo tengo claro.
Mi interés por el extraño volumen creció. A la curiosidad que ya me suscitaba el hecho de que fuera debido a la pluma de mi antecesora en el instituto, se unía el misterio creado por las palabras de mi amigo sobre lo que escondía su interior enigmático. Las expresiones de Álvaro, tan herméticas y sigilosas como todas las que había escuchado sobre la persona de Carmen Vidal desde mi regreso a Murcia, no hacían más que incitar mis ganas de saber insatisfechas. Bajo su mirada vigilante, extendí mis manos para coger el tesoro que me atraía, apetecible para mí en aquellos momentos con una furia del deseo que hacía tiempo que no experimentaba.
—¿Puedo hojearlo? —casi le rogué.
—Por supuesto que sí, pero te rogaría que lo hicieras en tu casa, a solas. Como observo que te interesa de veras, acabo de decidir que te lo lleves. Léelo con tranquilidad y me cuentas después tus impresiones. Aunque estoy convencido de que te aburrirá, me viene muy bien que lo estudies con un poco de sosiego. Necesito contrastar con alguien mi parecer y, sobre todo, mis dudas. Tú no conociste a Carmen Vidal y no estás influida por su recuerdo, por tanto tu opinión será para mí muy interesante.
—Te lo devolveré en breve, cuando lo haya saboreado con detenimiento. Ya lo comentaremos con calma.
—Tenemos tiempo de sobra. Jorge, el viudo de Carmen, no regresa a Murcia hasta después del verano. Hasta entonces, no he de devolvérselo.
—Ah, muy bien.
—Eso sí, te ruego que no le digas a nadie que el cuaderno está en tu poder. Su existencia es secreta y solo la conocemos tres personas, cuatro contigo ahora.
—Nada saldrá de mi boca, tranquilo.
—Eso espero.
—Me falta la cuarta persona —verbalicé en voz alta. Estaba claro quiénes eran tres de ellas: Álvaro, Jorge, el viudo de Carmen, y yo misma. Mi mente cavilaba en quién podría ser esa cuarta persona.
—No puedo revelártelo. Es secreto.
—¿Por qué tanto secreto con un volumen de apariencia tan inocente? —casi me quejé. Estaba cada vez más intrigada con su contenido y con la figura de Carmen Vidal. Todo lo que giraba en torno a esta mujer era arcano e incitaba mis deseos de desentrañar tanto misterio.
—Es una historia larga de contar. Tú léelo con calma y, después, comentamos y te explico todo lo que quieras.
—Vale. Gracias, Álvaro —le agradecí mientras tomaba el libro y lo ocultaba debajo de mi bolso, que languidecía solitario en una silla de la entrada de la casa. Encima del libro y del bolso, extendí mi chal como quien tapa a un niño pequeño con un mimo atento que no deja resquicios para que le entre el aire frío de la noche. No deseaba que ningún invitado de mi amigo deparara en aquella maravilla y huyera con mi botín recién conseguido. Por otra parte, necesitaba ocultar aquella joya de los propios ojos de su prestamista, con toda probabilidad algo afectado por el alcohol, pues no suele formar parte de las virtudes de Álvaro la del desprendimiento de cualquiera de los objetos que caen bajo su dominio y, menos aún, la de un libro, por muy ajeno que este sea. Bien oculto bajo mis pertenencias, evitaría que mi amigo diera marcha atrás en su decisión de prestármelo.
Suspiré sin saber qué más decir. Por mucho alcohol que hubiera ingerido Álvaro, su generosidad había conseguido impresionarme e inquietarme al tiempo. O mi amigo no regía su mente conforme a los parámetros de su específica usura en materia de palabra escrita o ese libro escondía algo que lo inquietaba de veras y de lo que deseaba liberarse, bien fuera mediante su simple alejamiento físico, bien fuera por la vía de compartir su secreto con alguien más. Lo que mi intelecto no descifró en aquella noche de humedad cálida y pegajosa fue la causa de haber sido yo la elegida para su lectura. ¿Me dejaba Álvaro el volumen porque mi persona le suplía el vacío dejado por Carmen Vidal, aquella amiga suya que nunca llegué a conocer y a la que él estaba firmemente ligado? ¿O era por la mera circunstancia fortuita de que yo hubiera reparado en el mismo y dado muestras de un gran interés por su lectura? ¿O se debía a la coincidencia de que viniera yo a atender la plaza vacante de profesora que dejó Carmen a su muerte? ¿O Álvaro ansiaba mi análisis literario, no obstante haberlo condenado ya desde esta perspectiva? ¿O no existía una elección factible o una conexión probable entre tantas posibles elecciones y todo era obra del más puro azar? Hoy, mientras redacto estas líneas, considero que el préstamo del volumen fue un simple impulso de Álvaro, un acto no meditado y sin mayor trascendencia ni intencionalidad estudiada por su parte; pero entonces mi mente sentía apego por enredarse en todo y le costaba admitir los actos espontáneos y gratuitos.
En cualquier caso, mi excitación interior era inequívoca. Confiaba en que la lectura del cuaderno me explicara muchos de los interrogantes que se abrían en mi pensamiento sobre mi antecesora en el instituto, una mujer rodeada de un gran misterio y de la que apenas conocía unos pocos detalles. Me resultaba muy extraño que nadie me contara nada sobre ella. El silencio sobre su persona espoleaba mi curiosidad de manera creciente.
—¿De qué murió Carmen? —le pregunté a mi amigo.
—Ya lo descubrirás tú misma cuando corresponda, querida Celia. Salgamos ahora con el resto de los invitados, que nos echarán en falta.
—¡Por favor, cuánto misterio en torno a esa mujer!
—El justo y necesario, amiga mía. Ya descubrirás la causa, pero todo a su tiempo  —Y me cogió por el brazo para guiarme sin demora al jardín, en uno de esos gestos suyos rotundos y concluyentes a los que nos tiene tan habituados. En muchas ocasiones, Álvaro despliega unas formas educadamente despóticas que consiguen, con su insolencia, que la indisciplina se agite en mi fuero interno como un caballo desbocado. Lo odio cuando se imbuye de tanta resolución ejecutoria y ordena y manda sin derecho a réplica.


Mi segundo libro de relatos
Gira en torno a esto que llamamos la naturaleza humana
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La espera de Adrián
Esperé durante mucho tiempo, quizá demasiado.
¿Quién no conoce la ansiedad de la espera? ¿Quién no ha esperado alguna vez a lo largo de su existencia? ¿Quién no tiembla ante un reloj que avanza y sobrepasa la hora del cumplimiento de sus expectativas? ¿Se puede dar con alguien que espere como si fuera un muerto? Supongo que no, que todos esperamos en estado de alerta, como si estuviéramos sentados sobre un lecho de púas de uno de esos faquires de la India. Porque la espera es un estado activo, otra forma de llegada. Quien dice que espera y no muestra zozobra, no espera, sino que despide por anticipado o renuncia, vencido, a lo que ha de venir. Quien espera se anticipa y se proyecta en el momento venidero que lo absorbe, no tiene sentidos para atender su presente en profundidad, es como un hilo cortado de la bovina madre y aún no enhebrado en el ojo de la aguja del futuro.
Mi espera fue la de una interrogante y no la de una certeza. Preparaba unas durísimas oposiciones en las que había perdido el sentido del tiempo a costa de no pisar la calle y de no ver más paisaje que los folios de los temas que recitaba como un autómata. Era una espera que no confiaba, consciente de que su probabilidad de consumación feliz no dependía de ella y del tesón puesto en el estudio, sino de una suma de factores que nada tenían que ver con el esfuerzo continuo y cotidiano y sí con el azar en su manifestación más peligrosa y amenazante. Porque era una espera que se podía truncar por los más estúpidos accidentes, como caer enfermo y no poder acudir a examinarme, o confundir la hora o el sitio de las pruebas por haber recibido una mala información. Miles de aprensiones me acosaban en las horas más desprovistas de ánimo de una juventud que se consumía tras los cristales de las ventanas, siempre apartada del bullicio de la vida que se originaba, jubiloso, al otro lado, siempre más allá de mi presencia y solo destinada a los elegidos del destino.
Conforme se acercaba el día del primer examen, mi ansiedad disminuyó, pero no el estudio. Todas las horas eran pocas para perfeccionar mis conocimientos y recitar los temas que me sabía de memoria, esos temas que me invadieron el descanso y que cantaba en sueños, aunque trastocados e imprecisos, lo cual me producía una angustia inefable.
La víspera de la primera prueba, y de madrugada, sonó el teléfono, se impuso con su pitido estridente en el silencio de la noche. ¿Quién sería a aquellas horas? Me invadió un torbellino de ecos agoreros. Como siempre que suena un timbre en la tranquilidad del descanso nocturno, se me despertó la sospecha de una hipotética tragedia. ¿Quién iba a turbar el reposo de otro si no era por una cuestión urgente en la que estaba en juego algo más importante que la paz del sueño? ¿Existe alguien que llame a horas intempestivas para pedir un libro o para saber cómo se cura un resfriado? Es posible, pues casi todos hemos tenido algún amigo ligero que es muy capaz de alterarnos porque le pica el dedo gordo de un pie u otra lindeza similar, pero este comportamiento desconsiderado hacia el reposo ajeno es una excepción anómala en la que no incurren las personas conscientes. Casi todos sabemos que quebrantar el sueño de un semejante exige poderosas y graves razones. A nadie se le ocurre despertar a un niño para regañarle por la mentira que dijo por la mañana o para ofrecerle el más delicioso caramelo. Y los adultos seguimos siendo niños, solo que con la infancia a cuestas y no visible. Contemplar a un adulto mientras duerme es hallar al niño que fue y del que no ha conseguido desasirse.
Cuando sonó el timbre del teléfono en el silencio sagrado de la noche, en los instantes previos al amanecer, donde la oscuridad es más amenazante y espesa, me estremecí y caminé, ligero y tembloroso, a su reclamo incógnito. Al descolgar, oí una de esas frases que nos sacuden el alma. No consigo recordarla textualmente, pero sí se me quedó grabado su sentido: debía partir de inmediato, tomar el primer tren que saliera de la estación de ferrocarril sin hacerme preguntas; de mi diligencia dependía todo mi futuro. Descompuesto, colgué el auricular y permanecí durante unos segundos paralizado, bobo, abstraído, ajeno. Después, reaccioné y me vestí deprisa. No debía hacerme preguntas, sino actuar con rapidez; así me lo había ordenado la extraña voz al otro lado de la línea.
Apenas recuerdo cómo llegué a la estación, pero hay algo que aún hoy evoco como una pesadilla pegajosa: la sensación de una impotencia extrema unida al desvalimiento, al despojo y a la angustia que segregamos cuando un hecho nos altera el devenir previsto de los días. Es como si sintiéramos una mano injusta que nos señala con un dedo inflexible, como si esa mano nos privara del futuro, lo mismo que el padre caprichoso y autoritario priva al niño de una diversión inocente e inocua. Nos vemos tachados por el destino, marcados por una cruz arbitraria puesta por un dios sin ojos y sin sentimientos, por un dios malvado que juega con nuestras vidas una partida de ajedrez y, cuando menos lo esperamos, con la expresión de un triunfo sádico, exclama: «Jaque mate». Y todo aquel incidente era un jaque mate hacia mi espera, hacia todos los años invertidos en la dureza del estudio para conseguir una plaza que me permitiera trabajar en lo que había deseado desde que inicié mi carrera.
En la estación de ferrocarril, me aguardaba mi preparador, mi paciente preparador de las oposiciones, el único contacto humano que había tenido en los últimos años. Nuestra relación se había ceñido a una atenta escucha de los temas que a él se le antojaba preguntarme y a la resolución de las dudas que a mí me surgían en la soledad de mi estudio permanente.
—¿Qué ocurre? —le pregunté, aliviado ante su presencia.
—No hagas preguntas, Adrián. Aquí tienes tu billete y allá está tu tren —me respondió mientras señalaba el único que se hallaba estacionado en las vías.
—¿Y el examen? —pregunté aterrorizado, con olvido de su orden de no hacer preguntas, la misma orden que me había dado la voz extraña del teléfono un poco antes del amanecer.



Libro de poemas de temática existencial y humanista
Publicado por Ediciones Oblicuas
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VÍA OCULTA
Afirmo que hay caminos quebrados
en las noches insumisas,
senderos vulnerables en las sombras
que conducen hacia el nervio de la piedra.

Antes hubo un tiempo para el suspiro,
otro para el poema y otro más para la música.
Eran tiempos que se enlazaban,
con el generoso pasar de sus minutos,
en la contemplación de la vida,
en el futuro que se abría
y nos aguardaba con toda la felicidad
que, luego, se nos negó.

INSISTENCIA DE LO MALÉVOLO

Acumulamos días, noches y demoras; 
lento devenir y calor doliente,
azul sobre azul,
vacío sobre vacío,
gorjeo sobre nada.


Existen piedras enfurecidas
en calles de grisura asfixiante,
en plazas que gotean siglos callados
y voces idas en un aire confuso.
Existen nervios invisibles
en los gorriones mudos de los patios,
en los frágiles dedos de las alas,
en la bruma continua de los sueños.
Existen, sí, y proliferan malas hierbas
que no saben entonar el aria del olvido.




 Mi segunda novela 
Una saga familiar publicada en su versión impresa por Raspabook
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I.- LA OBSTINACIÓN SIN FIN

I.1

Hoy me he levantado animada y me he metido en faena bien pronto. A diferencia de otras jornadas, no me cuesta ilusionarme con las pequeñeces que devuelven el brillo a los días y el temple a la voluntad. Observo que se trata de desperezar el espíritu y no permitir a los pensamientos los rumbos cotidianos de la obsesión. Ahora, con la alegría propia de la victoria recién conseguida, aspiro la fragancia de vainilla de los flanes recién hechos. Este olor dulce, tan ligado al recuerdo de mi padre y el mismo que de mi persona emana según me han comentado siempre, inunda toda la casa.
Algo aturdida por los recuerdos que acuden en tropel al conjuro del aroma de vainilla, hundo la cara entre las hojas de una maceta de hierbabuena. Soñadora, suspiro. El perfume refrescante de la menta se me enreda en la nariz junto con el de los flanes. En estos momentos, la vida vuelve a ser una amalgama agridulce de sensaciones, una mezcla de olores en la que predomina el de vainilla.
«Vainilla y menta, ¡qué casualidad! ¡Como si los fantasmas vinieran a velar por su estirpe!», musito en voz baja. Y, sin verbalizarlo, sé que he entrado en la recta final, en la etapa que se prepara para la cita definitiva, la que quedó fijada por el solo hecho de nacer. Lo sé y no me inquieta. Los fantasmas han llegado, me pueblan y me acunan en su mundo de sombras protectoras. No me resisto, dejo que me inunden con alegría no disimulada.


I.2
  
No sé si es porque se acerca mi hora o para huir de las tragedias recientes, pero mientras friego los cacharros, me sonrío. Los flanes aún no se han enfriado, como tampoco se ha enfriado mi memoria al rozar los orígenes de mi existencia, en parte cómicos. Supongo que toda vida tiene una buena dosis de comicidad con un poco de distanciamiento.
Como ha sido costumbre en las estrafalarias mujeres de la casa Abellán, a la que tengo el honor de pertenecer, también yo nací durante una madrugada. Llegué al mundo de forma intempestiva, para demostrar desde un primer momento mi carácter indómito. Debo la vida a tres copas de licor de menta. Si mi tozuda madre no se las hubiera bebido la noche del treinta y uno de diciembre de 1899, la historia de la familia y la crónica del pueblo nunca hubieran sido las mismas.
Intento imaginar a mi madre durante aquella noche especial de fin de año y de cierre de siglo en que se perpetró mi concepción. No conservo de ella recuerdos propios y siempre me he nutrido de los que poseía mi padre, pero me bastan para ver a la hermosa Julia en pleno ajetreo organizativo. Para asombro de Brígida, ya desde los preparativos de la cena se mostró Julia vivaracha y reidora. Hacía semanas que la fiel muchacha no veía a su señora tan feliz. Llena de bríos ante la inminente visita de sus primas Rosario y Matilde, a las que había invitado para su primer gran ágape de recién casada, revoloteaba por la cocina para que el banquete resultara exquisito y opíparo. Días antes, en Nochebuena, sus primas les habían ofrecido unos manjares sublimes y estaba dispuesta a entregarse al máximo para lograr una mesa digna de reyes.
Julia empezó con la preparación de un asado. Colocó una pierna de cordero sobre una enorme rustidera rociada con gotas de aceite de oliva, limón y vino, dispuso a su alrededor patatas cortadas longitudinalmente y hendidas en celosía a punta de cuchillo, aderezó el conjunto con unos chorros de buen aceite y mejor vino, ajos fileteados, perejil, piñones, zumo de limón, sal y pimienta negra. Minutos después, pidió a Brígida que lo llevara a asar al horno de Serafina. Aromatizó la sopa de picadillo con hierbabuena y laurel, y, con los restos de la carne que sobraron del caldo, elaboró unas croquetas. Ordenó en el frutero naranjas, manzanas, plátanos y uvas. Ajustó en una gran bandeja tortas de Pascua, rollos de naranja, polvorones, mantecados, cordiales y alfajores. Por último, acomodó en un hermoso azafate higos secos, nueces y avellanas, y regó el surtido con peladillas y pasas.
Ultimadas las viandas, pasó al comedor y dispuso la mesa con esmero sobre un lujoso mantel de hilo; la adornó con ramilletes de flores secas de vivos y cálidos tonos; distribuyó quinqués de delicada porcelana a lo largo de su extensión; emparejó con orden milimétrico sus mejores platos, sus copas más finas y sus cubiertos de plata; alineó dos botellas de vino regaladas por la prima Rosario: una con un blanco de Bullas y otra con un tinto de Jumilla, para que cada comensal eligiera el que más se adecuara a su gusto o apetencia del momento, aunque bien sabía que solo Segundo los bebería, ya que ella y sus primas eran algo enclenques para el vino, si bien es cierto que si se terciaba, y en los postres, serían muy capaces de tomarse varias copitas de moscatel de pasas.
Como si fuera una extraña en su propio hogar, se apartó del escenario montado por sus manos y juzgó que la estancia, a pesar de su amplitud generosa, estaba caldeada por la estufa y por el brasero de la camilla. Con ojos escrutadores y actitud de distanciamiento, comprobó la magnificencia creada por su ilusión. Se quedó boquiabierta. Cualquiera podía apreciar una inmensa sala que refulgía a la luz de los candelabros y quinqués esparcidos por todas partes. La gran mesa de comedor lucía primorosamente dispuesta. Sin duda, el conjunto parecía aguardar el ágape de unos reyes.

¿Quién le iba a decir a mi madre que se iba a amoldar tan bien a la vida del pueblo? El pueblo al que regresó después de quince años de ausencia. No tenía raíces en aquella villa que se le antojaba pequeña y abandonada de la mano de Dios, porque, tras la muerte de su madre el mismo día en que ella vino al mundo, su padre solicitó destino en el Ayuntamiento de la bulliciosa Lorca, capital de la comarca y cuna de prosperidad, lujos y desenfrenos. Concedido el traslado, Julia se marchó con meses y se crio lejos del lugar que tanto añoraba su padre y del que le hablaba soñadoramente en las largas veladas invernales. Creció amparada por los afectos de una cariñosa ama de cría que también ejercía de cocinera, de una doncella alegre como los trinos de los pájaros y de su propio padre, protector y casi abuelo con respecto a aquella criatura que la vida le había confiado cercano a los sesenta años.
Consideraba don Segismundo que había sido un buen padre para Julia. Enamorado como un adolescente de su difunta esposa Mercedes —cuarenta y tres años más joven que él—, no encontró fuerzas para resistir los comentarios malignos de los vecinos sin su amor a su lado. Decaído y humillado, huyó del pueblo para preservar su razón, porque entre su inmensa pena por la pérdida de Mercedes y su sentimiento de culpa al seguir vivo tras la muerte de quien más quería, en algunas ocasiones se llegaba a afirmar que toda su desgracia era efectivamente, como sentenciaban los rumores maliciosos, «un castigo divino» por su pretensión egoísta de querer poseer a sus años a una flor temprana. En Lorca, una ciudad donde nadie dominaba su historia, lograría entregarse al cuidado de la pequeña sin paranoicas aprensiones sobre los comentarios que a sus tiernos oídos pudieran llegarle, conseguiría contratar criadas que no fueran de lengua venenosa e inventaría fantasías creíbles sobre su mujer, como aquella que tantas veces le escuchó su hija y que empezaba por: «Quedó muy tarde preñada, cuando ya creía que se le había ido todo».
Hombre espléndido y poco previsor en épocas de prosperidad, don Segismundo se enfrentó a una considerable merma en sus ingresos cuando le llegó la hora de jubilarse, lo que unido al temor de una muerte cercana, motivó que se entregara a una minuciosa estrategia de ahorro para preservar el futuro económico de su hija cuando él no estuviera presente, apenas garantizado por los escuetos peculios sobrantes de una vida llena de caprichos y por unas propiedades yermas en el pueblo. Observó que el dinero se le escabullía demasiado rápido, a pesar de la prudencia de la criada en las compras cotidianas. Con gran pesar suyo y de su joven hija —a la que tenía informada sobre la gravedad de la situación—, decidió prescindir de los servicios de la cocinera y de la doncella. Las dos mujeres intentaron convencer a su señor de la permanencia a su lado sin jornal, con solo el sustento y la cama, pero don Segismundo no había nacido para aprovecharse de nadie, aparte de que estaba convencido de que la mengua en los habitantes de la casa se notaría en sus maltrechos fondos. Ante la triste y enérgica obstinación del amo, las dos mujeres abandonaron la casa entre lágrimas, bien provistas de sendas cartas de referencia y de direcciones de conocidos y pudientes caballeros que, según las había informado don Segismundo, las aceptarían de inmediato por encontrarse inmersos en la búsqueda de una asistencia digna y de confianza para sus hogares. Se despidieron desconsoladas de la joven Julia en medio de una avalancha de promesas de futuras y frecuentes visitas.
Sin la presencia de las dos mujeres que la habían criado, Julia se transformó en cuestión de días. De ser una angelical y sensible señorita dedicada a la confección de su ajuar y a la lectura de libros de vidas ejemplares, pasó a desempeñar labores de lavandera, planchadora, fregona, cocinera y demás oficios propios de la llevanza de una casa.  Pero pronto se mostraron insuficientes las nuevas faenas de Julia y el remedio adoptado por don Segismundo. El cabeza de familia cavilaba día y noche para que las reservas que guardaba para imprevistos y para el porvenir de su hija no se le escurrieran en el, de repente, oneroso vivir cotidiano. Por otra parte, le resultaba insufrible contemplar a Julia atareada en los mil quehaceres domésticos, observar cómo sus delicadas manos ya no tenían tiempo para ejercitarse en las labores del bastidor y se ajaban al contacto con lejías y amoniacos, verla salir sola cada mañana en busca de los víveres más sencillos y menos costosos, divisarla al regresar del mercado enfrascada en pícaras conversaciones de corrillos de criadas. En semejante ambiente, su hija se malograría sin poder él evitarlo.
Poblado de aprensiones, el miedo se le instaló a don Segismundo en el espíritu como un huésped no deseado. Temía a cada segundo por el futuro económico y moral de Julia y recordaba sin descanso su ya avanzada edad. No siempre estaría a su lado para guiarla y protegerla. Estas circunstancias unidas a la costosa renta del alquiler, a la añoranza siempre presente de su casa y del pueblo, a los remordimientos cada vez mayores por el abandono insensato de las tierras que poseía allí y que, con solo ocuparse un poco de ellas, contribuirían a auxiliarlos con sus rentas, así como la evocación de unas sobrinas que ampararían a Julia en caso de faltar él, condujeron a don Segismundo a un estado de vigilia que concluyó en la decisión de volver al pueblo. Una vez adoptada la misma, supuso, o quiso suponer, que el tiempo habría aquietado las turbias lenguas de sus vecinos. En todo caso, con Julia ya crecida, hermosa y seductora, con quince vistosos y alborozados años que caminaban al encuentro de los dieciséis, consideró oportuno que arraigara en un lugar más comedido de costumbres que la siempre licenciosa Lorca, donde miles de peligros acechaban cada día a las muchachas sin posibles, según comprobaba en la lectura de los periódicos y en la propia realidad. Prefería los chismes, dimes y diretes que pudiera escuchar su hija sobre su padre al panorama sombrío que le vaticinaba en Lorca.
Las protestas de Julia no se hicieron esperar. Lloró y suplicó primero. Después, exigió a su padre la permanencia en la ciudad donde se había criado. A ella no le importaba haber cambiado de suerte. No se sentía ofendida ni enfadada por su nuevo destino. Al contrario, sus nuevas ocupaciones le habían deparado lo que denominaba «amistades y conocimientos». Hasta entonces, encerrada en la casa, rodeada de caprichos y sin urgencias cotidianas, vivía en un mundo ficticio y quimérico. Aun cuando sentía curiosidad por aquel pueblo del que no guardaba memoria y al que, sin embargo, conocía por las interminables descripciones de don Segismundo, no consideraba acertada la decisión paterna. Un sitio tan pequeño no se le antojaba el idóneo para vivir. Ella estaba ávida de sucesos y cuatro palmos pocas aventuras presagiaban.

Mi primer libro de relatos
Versa sobre las relaciones familiares
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La buena hija
Mi madre decidió morirse hace muchos años, cuando aún era joven, pero le está costando un gran esfuerzo. Al principio, recién tomada su decisión, todos suponíamos que duraría muy poco en este mundo, un mundo que se le antoja aburrido y sin alicientes, un valle de lágrimas oscuro y sin ningún fuste, un martirio que la irrita minuto tras minuto. Después, pasó el tiempo y nos habituamos a su estado de postración continua, a sus ahogos que no la asfixian nunca y a su cantinela perenne sobre los múltiples males que la afligen.
Mi padre, un «roble» según lo calificó siempre mi madre, murió hace años, y mis tres hermanos se largaron en cuanto pudieron, pues todos optaron por noviazgos muy cortos, como si la prisa por salir de esta casa, para formar sus respectivas familias, fuera una llamada imperiosa a la que no pudieran sustraerse. Me quedé sola con mi madre, responsable máxima de su salud y de su bienestar, si es que alguna vez se siente bien dentro de la aflicción permanente en la que vive. Por tanto, me toca decidir en estos momentos. Porque hoy creo que a mi madre le ha llegado su hora, su merecimiento a ingresar en la inexistencia tras tantos años de duras oposiciones para conseguir una plaza en el cementerio. Tras un más que verosímil ataque al corazón, ha abierto los ojos llena de pánico y, en un murmullo apenas audible, me ha confesado que quería seguir viva. 
Ante el extraño ruego de mi madre, tan impropio en su persona, en nada consecuente con sus apetencias cotidianas, tomo su mano derecha con delicadeza y la miro con una lentitud protectora. No sé si se marchará y consumará, por fin, su vieja aspiración. Por supuesto, ni se me ocurre avisar a ningún médico. No voy a contrariar los anteriores deseos de mi madre, los formulados segundo tras segundo durante treinta y siete largos años. Siempre he sido una buena hija y no voy a dejar de serlo ahora, por un capricho senil de una moribunda que se empeña en llevarle la contraria a la mujer que siempre he conocido.

Libro de poesía de temática amorosa
Publicado en Amazon
Edición impresa y electrónica: 

EL PASADO IMPREVISTO

Oigo voces que exudan sal morada,
vestidas de torpe penitencia.
Escucho ecos guardados para siempre
en las agujas mudas de un reloj antiguo.
Sin desearlo,
soy el ademán de un sueño inefable
y figuro en la niebla de un lejano amanecer.
Sin escudo protector,
siento el vértigo del cielo
sobre tus migas de ternura imprevista,
donde se engarzan nidos
que atraen las alas de mariposas extrañas,
donde se engendran alborotos
que vitorean las palomas inocentes.
Tú, más allá del blanco de una camisa,
abrazas soles de un verano antiguo y denso,
de un verano infante que jugó a ser caricia
y cosechó caracolas de un mar en fuga.
Tú, más allá de la arruga que te ronda,
enredas estrellas de una noche secreta,
cuando el viento azotó tu herida débil
y quisiste saber cuántos quejidos componen el gozo.
Tú, más allá de la lluvia de resaca,
pestañeas inocencia por el cristal opaco,
notas que el aire está brillante
y percibes que los niños son ángeles sin freno.
Tú, más allá de las páginas de un libro,
desnudas blancura sobre un sillón ce cuadros
y acuestas secretos en las ondas cansadas.

Oigo sones de enojo bajo la capa sombría,
sones de nácar enfermizo y placebo
asociados a un olvido,
a mi olvido estéril
que me deja abierta la madrugada
en espacios no vistos que mi mano moldea.
Más allá de la lágrima escrita,
está la vida imperceptible de infinitas renuncias
que aplastan al hastío con fantasías de óxido.
Más allá de ti, amor, voy por huertos de la infancia
y cojo almendras verdes para la boca dulce,
para la boca esquiva y ansiosa de lo amargo.
Más allá aún, disfrazo niñez de deseo
y paseo tacones altos en un pasillo oscuro,
paseo carmín coral en labios inocentes.

Oigo músicas en la gota de escarcha,
deslizo palabras de río angosto,
apenas si me atrevo a rozar tu memoria
y bebo líquidos de imágenes,
mares negros profundos como un beso.
Emborracho a la noche con tu ausencia
como se embriaga a un lirio de tabaco
y destilo gracia sin sentido
sobre una luna inédita de pueril figura
que siembra tilos en sombra como cascabeles serios.
Niño extraviado en una fábula sin moralina,
no importa el ayer con su puñal dispuesto,
no importa el ahora con su turbia afrenta.
Niño, niño amor,
sólo adoro tus palabras, 
tan distantes.
Respiro tu luz de faro triste
y lloro la edad rubia en que no era 
tu cuerpo el destino de mis hadas escondidas.


Mi primera novela
Una novela corta que indaga en los resortes del enamoramiento entre otros temas
Publicada en Amazon
Edición impresa y electrónica:
A MODO DE PREÁMBULO
Casi todas las historias de amor son estúpidas si se las analiza con ojo crítico. Pero conviene enfrentarse a la estupidez propia para vencerla, para salir airoso de su trampa y poder seguir el camino sin obstáculos interiores. En mi caso, quizá sea la única manera de aclararme con la maraña de ideas contradictorias que me bullen en el pensamiento. Como en una película, veo desfilar ante mis ojos las últimas horas vividas y, lo que es peor, analizo sin descanso las cavilaciones que sé que no me llevarán a parte alguna, pues el destino y mi forma de ser es posible que ya tengan decididas las cartas del juego. Sé que en algún recodo de las últimas horas de este inicio del verano se hallan las claves, las chispas de intuición que esconden el futuro deseado. El siglo XX expirará en poco más de una década y con él mi juventud, la juventud que no deseo desperdiciar de forma irremediable en romances sin vocación de permanencia.
Me interesa analizar cada detalle, cada gesto, cada divagación, aunque soy consciente de que todo puede virar en un segundo en el momento decisivo que se avecina. Mientras llega, deseo ser previsora, no aturdirme ante una hipotética contrariedad. Forma parte del juego de la vida plantearse situaciones contrapuestas, así que reflejaré mi desconcierto sin trabas, sin censuras que me oculten. Antes de darle a Víctor la contestación que me temo y que me espanta, la que mi impulso apetece sin rodeos, husmearé por los territorios interiores y exteriores. Como un sabueso adiestrado, sabré hallar el tesoro que busco. Sin plano que me guíe, me adentraré por tierras inhóspitas y me hundiré en aguas desconocidas. Solo así seré capaz de distinguir lo más adecuado para un corazón que no encuentra la paz y para una mente que no se aquieta en el sosiego.
Me preparo para la travesía sin prejuicios. No eludiré las espinas que me aterran ni escaparé de mi imagen en cualquier espejo, por muy deformada que se me devuelva. La purga exige valentía y la recompensa es la tranquilidad de espíritu, sea cual sea la situación en la que derivemos Víctor y yo. A estas alturas, da lo mismo y me resulta casi previsible, pero bien sé que todo puede cambiar en un instante y que no existe certeza a la que pueda asirme por un plazo de tiempo razonable.
Para entender algo o, al menos, intentarlo, también debo imaginar cómo contaría Víctor la historia, cómo narraría los contradictorios pensamientos de ambos, esos pensamientos que nos sumergen en una confusión ilimitada y zozobrante, siempre a la espera de una nueva palabra, de un esbozo de gesto o de una omisión mínima para nutrirse y crecer con el empuje ciego y brutal de los terremotos. Todo resulta complejo y sencillo, tentador y repelente, como este aire que huele a verano, a siesta y a desgana.
Si analizo las últimas horas vividas, sé que cualquier final es previsible para un juego que hemos librado con matices de tortura. Es probable que ambos deseemos cualquier desenlace, sea el que sea, para la tensión existente entre nosotros. El cansancio puede confundirnos aún y hacernos ignorar que los enredos se resuelven en muchos casos de forma imprevista, que las decisiones importantes son tomadas de modo súbito cuando se ha sopesado demasiado y no se encuentra una salida satisfactoria a las disyuntivas.
Pero no divagaré más sobre lo que va a acontecer dentro de muy poco. Antes de lanzarme al vacío del futuro inmediato, he de asumir que el azar premia cuando ya no se confía en él, cuando ya no se espera y la ilusión se desploma. Entonces surge, espontáneo y salvador, en las más pequeñas cosas. Dejaré que el azar juegue y trence, o destrence, sus hilos. Hasta que llegue su hora, recordaré sin miedo, sin reproches y sin censuras.

11 comentarios:

  1. Qué lindolver a recordar " Aroma de vainilla" !! con lo que la extraño, fue para mi tan lindo leerla...
    Ahora podré leer Linaje Oscuro, ya me haré tiempo para ir leyendo pausadamente sin prisa como hice con aroma... Un beso Isabel! Muy lindo este rinconcito en tu salón :)
    Besos!

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  2. Quise decir "que lindo volver", se trabaron las letras...

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  3. Hola Isabel,
    espero que esta iniciativa se traduzcan en muchas ventas y lecturas.
    Besos

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  4. K@ry, muchas gracias por tu hermosa huella.
    Bien se puede decir que has sido una lectora inteligente de "Aroma de vainilla". Jamás me olvidaré de tu entrevista y tu reseña. Espero no defraudarte con los otros tres.
    Un beso enorme.

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    Respuestas
    1. Muchas gracias Isabel! Disfruto de todo lo que escribes. Los poemas son hermosos y el libro Linaje Oscuro estoy segura que me dejará huellas como Aroma de vainilla. En cuanto vaya leyendo tus obras, te haré saber mi opinión, como siempre. Un besote. :-D

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  5. Ojalá sea así, Lola, aunque bien sabes que la cosa está muy mal. La gente cada vez lee menos y lo que se lleva es la "lectura de reseña y solapa" y con eso se farda como si se hubiera leído el libro. ¡Tiempos insustanciales estos!
    Un beso, querida amiga.

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  6. Pero afortunadamente no todos somos lectores de reseña y solapa, querida Isabel.
    Mal va el que sólo se guía por la opinión que de una obra redacte el crítico de turno que, con todos mis respetos, es sólo eso, una opinión personal más o menos acertada.
    Aunque una buena crítica siempre halague, ya sabes que la última palabra la tiene el lector.
    Ten confianza. Tu obra merece ser leída y reconocida. Yo creo que ya lo está siendo. Las obras, como todo en la vida tienen que seguir su andadura, y las tuyas van bien calzadas.
    Un fuerte abrazo y mis mejores deseos.

    P.D: tu "Sillón de lectura" me parece un acierto.

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  7. Afortunadamente, María José. Y tu eres una lectora atenta. Se nota en tus comentarios el amor por la literatura, algo que nos une de una manera fuerte.
    Tendré confianza.
    Muchas gracias por tu hermoso comentario.
    Un beso.

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  8. Hola Isabel, ya he leído Aroma de Vainilla, pero hasta aquí me puedo quedar, porque no hay otra forma de terminarlo, aquí en México, no funciona para nada amazon, ya lo he intentado pero nada, bueno te seguiré leyendo aunque sea por aquí, a ver que pasa después, te dejo un gran achuchón, besos..

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  9. Hola, estimada Salomé. Ya te lo he comentado en Facebook y te lo reitero aquí: investigaré, pues creo que en México se baja el libro vía Amazon.com y no Amazon.es. Ya te digo.
    Un abrazo inmenso y gracias por tu lectura e interés.

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  10. Gracias a ti, Kary. Que una lectora te diga que disfruta con lo que escribes es una alegría siempre. Los comentarios se agradecen muchísimo, que no te quepa duda.
    Un beso enorme.

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